A ti, mi querido D, que recuperaste el mes de abril que nos robaron, que traes en tu boca la primavera entera.
Éramos supervivientes
del año del apocalipsis
y la vida volaba ante nosotros
tan brillante, tan tentadora, tan veloz
como la snitch dorada de Harry Potter.
Fue algo así,
pura magia:
inesperado e incomprensible,
demasiado increíble
como para ser cierto.
Pero lo hicimos realidad:
hartos de ser
pájaros de jaula
nos convertimos
en peces de ciudad.
Y nadamos a contracorriente
como un par de locos
que gritan «tierra a la vista»
donde otros solo ven agua,
hablando en un idioma
que nadie más entiende.
Me comprendiste desde el principio,
supiste escuchar perfectamente
el rumor de olas de mi pecho
después de los naufragios,
el crujir de huesos rotos
tras tanto aterrizaje forzoso.
Abrazaste ese amasijo.
Y yo fui besando una a una
las cicatrices que dejaron en tu espalda
los dardos envenenados del silencio,
los cuchillos afilados del desprecio,
las esquirlas de la ingratitud.
Nos dimos entonces
las gracias, la suerte, el permiso
de saltar y caer,
de dudar y creer,
de poder y querer.
Y nos quisimos
inevitablemente,
contra todo
pronóstico de lluvia,
lanzando abriles contra el mal tiempo,
con canciones para el aburrimiento
y planes de fuga en pleno confinamiento.
Supervivientes al fin y al cabo
de un mundo despiadado
que no dejaba títere con cabeza,
arreglándolo entre tragos de cerveza,
aferrándonos a la única certeza
de que nada es nunca tan malo
si estoy contigo y tú estás a mi lado
y eso es todo amigos, colorín colorado:
este cuento apenas ha empezado.